Hace algunas semanas, tuvimos la oportunidad de asistir a las jornadas de puertas abiertas de la ESCAC, la Escuela Superior de Cine de Cataluña. Visitar los talleres y los estudios fue como realizar un viaje en el tiempo, que nos transportó a nuestra época de estudiantes de Arte. La visita también fue como una sesión magistral para repasar los conceptos más básicos de la creación y distribución de una película.
Uno de los detalles que más nos llamó la atención fue el uso de cámaras completamente analógicas en los primeros años de formación de los estudiantes. La escuela cuenta con varias Krasnogorsk-3, o más popularmente conocidas como “La Rusa”. Se trata de una cámara de cine de 16 mm fabricada por KMZ durante la época de la Unión Soviética, muy utilizada en prácticas y cine independiente por su robustez y bajo coste. La cámara es tan analógica que su motor funciona a cuerda: no necesita baterías, ya que opera de forma completamente mecánica.
Justamente porque no es una herramienta perfecta. Y eso la convierte en un instrumento ideal para enseñar el método de rodaje clásico. La idea es que los estudiantes planifiquen todo antes de grabar, evitando la improvisación típica del vídeo digital, donde se graba de manera masiva y se decide después.
Esta cámara obliga a pensar, a ser precisos y a economizar. Cada rollo de película dura apenas 3 minutos (unos 30 metros), y cada carga de cuerda permite grabar solo 30 segundos seguidos. Esto exige preparar cada plano con atención, trabajar la puesta en escena y aprovechar al máximo cada toma.
No puedes ver el resultado de inmediato, como sucede en el entorno digital. Los rollos expuestos se mandan a revelar al laboratorio y tardan una semana en volver, lo que te obliga a confiar plenamente en tu medición de luz y configuración del diafragma. El objetivo es enseñar a exponer correctamente un negativo sin feedback instantáneo, promoviendo una mayor conciencia fotográfica.
Una vez revelados los rollos (si no están velados, quemados o destruidos por una mala manipulación) se digitalizan para que los estudiantes puedan montarlos. La idea es que el alumno ya tenga clara la estructura antes de llegar a la sala de edición.
Este proceso es, sin duda, un shock para muchos estudiantes, acostumbrados a grabar con el móvil y editar vídeos en minutos para compartirlos en redes sociales. Las herramientas que suelen usar están repletas de atajos y plantillas que permiten resolver rápido, pero limitan la capacidad de explorar otras soluciones o formas de expresión.
Enfrentarse a la hoja en blanco es duro. Y la tentación de acudir al asistente de turno con inteligencia artificial para salir del paso es muy real. Pero depender de estas herramientas para pensar o crear puede provocar una pérdida de capacidades cognitivas. Lo mismo que el uso excesivo de máquinas durante la Revolución Industrial redujo el esfuerzo físico y contribuyó, en parte, a la atrofia muscular.
Por primera vez en la historia, tras generaciones viviendo en entornos cada vez más exigentes mentalmente (lo que dio lugar al conocido efecto Flynn, con un aumento progresivo del coeficiente intelectual), existe el riesgo de un sedentarismo cognitivo. Si delegamos en la tecnología las tareas que antes nos obligaban a pensar, podríamos estar entrando en una fase de atrofia mental.
Las herramientas con IA son una ayuda valiosa como asistentes prácticos: sirven para automatizar tareas repetitivas, escalar procesos o amplificar nuestras capacidades. Pero si las usamos en exceso como fuente de ideas o como forma de asimilar conocimiento, corremos el riesgo de confundir eficiencia con aprendizaje real.
Creo que en el futuro se valorará cada vez más a las personas capaces de aislarse de la tecnología para pensar por sí mismas, y que además puedan transmitir ese criterio para educar a otros. En diseño, por ejemplo, volverá a ser crucial enseñar los principios fundamentales: comprender las razones, la psicología subyacente, la historia, la percepción cognitiva… En definitiva, dominar los principios profundos que hacen efectivo un diseño será un gran diferenciador, como lo fue antes de la época de los bootcamps.
A medida que el mundo se llene de soluciones similares creadas con plantillas y recursos prediseñados (donde cualquiera puede crear algo sin entender lo que ha hecho) la capacidad de crear con propósito y comprensión cobrará más valor.
En nuestra vida hemos tenido la suerte de conocer muchas “rusas”: cacharros analógicos que nos obligaron a pensar. Cámaras de todo tipo (estenopeicas, réflex, Polaroid…), herramientas y máquinas para componer, replicar o producir en masa (papel de calco, prensas de grabado, fotocopiadoras…). En fin, trastos con un carácter muy fuerte, que exigían ser tratados con cariño.
Si vosotros habéis tenido la suerte de conocer alguna “rusa”, me encantaría que lo compartierais.